
El porqué exacto nunca se sabe. Arde la tierra y la dehesa, de repente, se llena de pitidos avisando del peligro. Acechan los toros, barruntan el suceso. Los pitidos dan paso al reburdeo, ese ronquido bajo y grave que presagia las ganas de lucha y que estremece al campo bravo.



Un toro desafiante escarba y la pelea, como si de una cuestión pendiente se tratase, es ya inminente. De nada sirven las voces y gritos del ganadero y mayoral. Las testuces chocan con gran violencia y ninguno cede, la pelea es a muerte. Aparece la sangre, y su olor escandaliza a toda la camada que se torna poseida.


Lo que parecia una pelea más, común en el campo bravo, se convierte en
una escena espeluznante llena de bramidos, polvo y carreras constantes.
Sobrecogen las arrancadas furiosas unos contra otros, todos contra
todos.

La desgracia es inevitable y, una vez más, la verdad de la naturaleza se impone a la mentira del animalismo que trata de humanizar lo salvaje y que intenta domesticar la fiereza. Tres son las bajas, y una batalla campal en el atardecer triste de Vistahermosa.